10 de junio de 2008

Pobre iluso

Siempre entendí que la política era el noble arte de gobernar. Y que gobernar era servir a aquellos sobre los cuales se manda, respetándolos y creando las condiciones necesarias para que puedan desarrollar libre y armónicamente su personalidad.

Sin embargo, miro la actualidad de nuestra nación, ¿y qué me encuentro? Que la supuesta nobleza de la función de gobernar brilla por su ausencia. El feroz relativismo que se ha imprimido a la vida de la nación ha provocado que cada cual trate de hacer de su capa un sayo. La negociación política se ha vuelto chalaneo de feria, cuando no chantaje o intimidación.

Los políticos se aferran a sus sillones con un empeño y energía dignos de mejor causa. Son políticos orondamente encantados de haberse conocido. Protegidos —mientras no discrepen, y ya les guardarán Dios y todos los santos del calendario si discrepan de la línea oficial— por su partido, no les importa aprobar leyes inicuas, porque ellos no las van a soportar. Y cuando por fin los desatornillan, su pregunta no es: «¿En qué puedo servir más al pueblo?», sino «¿Qué hay de lo mío?». Y ese mío acaba siendo un puesto directivo en una empresa pública, de consejero de Estado o de eurodiputado, carísimo cementerio de elefantes. Es el principio del coche oficial: el que sube a uno ya no se vuelve a bajar de él.

Que el Gobierno no nos respeta como ciudadanos —ni éste, ni los anteriores en mayor o menor medida— es un hecho. El Gobierno insulta a nuestra inteligencia cuando hoy, junio de 2008, se resiste como gato panza arriba a hablar de crisis y prefiere decir esa chorrada de «desaceleración intensa». Cuando las amas de casa ven que los precios suben sin freno y las hipotecas rompen todos los límites, resulta que la culpa la tiene Jean ClaudeTrichet, que no se entera, no el Gobierno por no haber llamado a las cosas por su nombre desde un principio y haber tomado las medidas pertinentes desde hace meses, como Alemania.

¿Y qué decir del «desarrollo libre y armónico de la personalidad»? Las constantes educativas van cayendo en picado. El desgaste del concepto de autoridad, propiciado desde las instancias gubernamentales —tan progresistas ellas, hijas del «prohibido prohibir»— ha devenido en «nadie tiene derecho a poner límites, siquiera razonables, a mi libertad y además, papá Estado está obligado a darme incondicionalmente y en todo momento lo que yo quiera». Se discute —o directamente se burla— la ¿autoridad? del profesor en las aulas. Se discute incluso la autoridad de los padres («ya no sabemos qué hacer con el niño»), hasta el punto de que hay padres que han delegado su derecho de custodia en la Administración.

Y ésta, por lo demás, hoy partida en diecisiete taifas nada menos, se preocupa únicamente de fidelizar a sus siervos, presentes y futuros. En algunas taifas se enseña a hablar con desprecio de la madre patria, que hoy, más que madre patria parece madre soltera. En algunas taifas el subgobierno se preocupa de tener cautivos ideológicamente a sus habitantes, para que no piensen lo que no deben y se borre la identidad de la odiada madre patria. Los apátridas son ciertamente más manipulables que los que tienen patria, raíces o pertenencia.

Hoy el Gobierno no quiere ciudadanos; quiere súbditos. Personas que no le rechisten cuando se equivoque o cometa alguna barbaridad. Algo así como los proles de 1984 (claro está que Orwell no está de moda precisamente cuando más debería leerse). Por eso se ha inventado la EpC: para detener el alud de información que proviene de Internet y consagrar la autocensura como un valor para que el súbdito no se entere de lo que no debe.

Sería verdaderamente horroroso que el mundo futuro fuese una mezcla de 1984 y Un mundo feliz, ¿no?

Pues eso: iluso de mí...

1 comentario:

  1. Es una conquista silenciosa, inexorable. Si discrepas eres un facha. Nos tienen tan bien amaestrados que incluso nosotros mismos no nos atrevemos a pasarnos de la raya, por temor a resultar demasiado fascista!! Nos autocensuramos, sin darnos cuenta, opinamos casi pideiendo perdón por disentir... ¡Hasta utilizamos el lenguaje que ellos mismos nos han impuesto!

    Sí, Orwell y Huxley fueron visionarios.

    Un saludo

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