Escribo estas líneas con plena conciencia de que «he dejado pasar la ocasión» y de que en absoluto me he dejado vencer por la «premura de la noticia». Yo sabía muy bien que quería esperar hasta que pasara la resaca postelectoral para ver cómo se iban decantando los acontecimientos. Y la verdad: no me ha defraudado. Es decir: no, pero sí. Y acto seguido paso a explicarme.
En una dictadura existe un señor que está por encima de conciudadanos e instituciones cuya voluntad es ley. Él tiene todo el poder y a quien no obedezca ya sabe lo que puede esperar: la prisión, el paredón, la muerte civil… etc. En una democracia, por el contrario, existe la obligación de preguntar al pueblo si seguimos como estábamos o se hace necesario un cambio. Se llama elecciones. Y el pueblo vota y elige a las mismas personas o a diferentes personas de las que había antes para regir la cosa pública. Y no tiene por qué pasar nada: el cambio es el resultado de la normalidad democrática.
Llevamos 30 años de democracia y si Adolfo Suárez pudiese volver de las brumas del recuerdo en que su enfermedad le tiene retenido, se encontraría con que probablemente habríamos retrocedido unos cuantos años. Que los esfuerzos que dedicó a que las Cortes franquistas se hicieran el harakiri sin chistar no habían servido para nada. Que todos los consensos que logró para que pasáramos de una dictadura a una democracia han sido lanzados al retrete.
Pero donde más se ha notado esta dinámica ha sido en las elecciones municipales. Se dice que en ellas «se vota más a la persona y menos al partido». Sería lógico, ¿no? Quien se presenta para alcalde es (o debería ser) alguien conocido en la ciudad. Debería ser conocido por su honorabilidad, su capacidad de gestión y su don de gentes en cuanto a cercanía a los ciudadanos, lo cual haría que las siglas del partido en el que militase quedaran en segundo o tercer plano.
Pues bien. Cada vez estoy más convencido de que se ha rehecho el tejido caciquil que conectaba el poder local con el poder nacional. El proceso no se ha consumado en esta democracia, sino que ya desde el franquismo se empezó a rehacer. Así como todo Estado necesita funcionarios, es decir, personas que hagan funcionar la pesada maquinaria administrativa, a un nivel informal se necesita de personas «fieles» que tengan el control de un pueblo o de una comarca, para así asegurar al partido una cuota de poder en la zona.
Este cuadro no es muy diferente de lo que ocurría durante la Restauración borbónica de 1876: existía el turno de partidos entre Cánovas y Sagasta, hasta que un día se le indigestó el desayuno a Mateo Morral, de profesión anarquista, y de un bombazo hizo desaparecer a uno de los grandes pivotes del sistema: a Cánovas, precisamente. A nivel local, como siempre, eran el cacique y su séquito quienes garantizaban «la paz y la continuidad de ese estado de cosas», por tener la confianza del gran jefe nacional o regional. Y todo estaba «atado y bien atado».
Hoy en día parece que estamos repitiendo el mismo esquema. Se está creando (o existe ya o se repuso en su sitio a «los de siempre») una aristocracia local, que es a lo que se refiere el mal entendido término «sociedad civil». Dicho término no incluye en modo alguno al pueblo, sino solamente a los «hombres primeros del pueblo». Tradicionalmente lo fueron el médico, el boticario, el maestro o el terrateniente. Esta puntualización es importante porque nos ayuda a entender lo que está pasando a otro nivel.
A ese otro nivel, que además está consagrado por la legislación electoral vigente, existe una segunda vuelta no oficial: el Alcalde es votado por todos los concejales, como un primus inter pares. Esa previsión legal tiene el efecto perverso de que el electorado desaparece por el escotillón una vez terminada la campaña, después de haber tenido que soportar el bombardeo diario de los «mensajes» electorales. De tal guisa, la política local se convierte en un «asunto privado». No es aceptado ni conveniente que el pueblo meta las narices en esos pactos postelectorales (que deberían estar prohibidos, en mi modesta opinión). Ahí es donde entran los chalaneos, las componendas, los intereses del partido al que cada cual pertenece… Los ejemplos están a la vista (Baleares, Navarra…).
En fin, pues. El pueblo español siempre mereció mejor nota que sus gobernantes (mucho más desde que éstos son electos). Y sin embargo, el hecho de ir a votar se está convirtiendo no en una rutina, sino en el único derecho que se le concede al rebaño (uy, perdón: se llama electorado). Y así nos va…
Me ha encantado conocer tu Blog, también gracias a El Cerrajero, los temas expuestos y la selección musical. De ahí que te enlazo a mi sitio como otro amigo más. Vía email te escribí algo más extenso. Y ya estaré dando mis rondas por acá. Un abrazo de una venezolana, desde Caracas, Martha Colmenares
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