29 de marzo de 2006

Coches

Hay que ver el lío que cada verano se monta con el tema de los coches. Yo, que no soy conductor ni nada parecido, lo vivo en casa como el que más (mis padres ya se encargan de meterme el dedo en el ojo con los “accidentes” y las varias “desgracias en carretera”). Y sin embargo, veo, oigo y leo con cierto asombro cómo el parque automovilístico crece. Que la gente cambia de coche cada 5 años porque los coches ya están fabricados así, para que casquen a los 5 años. Y que ni nuestras calles ni nuestras carreteras están preparadas para un tal incremento del tráfico rodado. Vamos, que hay demasiados coches.

A este panorama podemos añadir un detalle: muchas personas que conducen, en realidad no piensan nada más que en sí mismas. Tienen que llegar a un sitio a la mayor velocidad posible, tienen que constreñir el desagradable rato que pasan al volante. O peor: corren porque les estimula y divierte esa sensación de velocidad. Al parecer, “velocidad es poder”. Un poco al estilo de James Dean, pero con muchísimo menos “ángel”.

Añadamos otro detalle. La DGT, preocupada por nuestra seguridad (quizá también por su bolsillo), ha tomado serias medidas. Ha incrementado últimamente no sólo el catálogo de conductas prohibidas (queda para el cine la discusión que el conductor mantiene con la mujer y la suegra; a este paso, hasta abrir la puerta del coche puede ser objeto de multa), sino también la cuantía de las multas.

Pero no sólo eso. Ahora, además, estamos en el siglo XXI y por eso quien te multa ya no es una amable pareja de números de la Benemérita o un sonriente guardia municipal. No. Ahora quien te pone la multa, relevando a tan amables, sonrientes y sacrificados profesionales, es una máquina. Un radar, para ser exactos. Una cruel y fría máquina, que se queda con tu matrícula (“me quedo con tu cara, desgraciao”) sin darte siquiera los buenos días. Esa máquina que comprueba que te has pasado un poco menos de un kilómetro de la velocidad máxima permitida. Esa misma máquina que manda la información necesaria a la DGT y, al mismo tiempo, te manda a ti la correspondiente multa de mil pares de narices vía Internet. Y que Dios te ampare si se te ocurre la peregrina idea de enmarcar la multa: no te libras del correspondiente recargo del 20% y, Dios no lo permita, del embargo de tu vehículo (“sabemos dónde vives, infractor de m…”). Pero esto es el siglo XXI, claro. La tecnología y la globalización, que acaban con todas las buenas costumbres.

Ahora, démosle un poco la vuelta a la tortilla. El siglo XXI también es el siglo (apunta maneras) de los grandes movimientos de desobediencia civil. La tecnología y la globalización permiten sin duda que muchas personas puedan recibir información al instante y, en consecuencia, puedan actuar de forma coordinada. Y eso me lleva a preguntarme qué pasaría si el ciudadano medio, que paga sus impuestos, se harta de esta presión recaudatoria que se ejerce sobre él, aunque sea por culpa de unos cuantos.

El ciudadano medio podría hartarse y podría dejar de usar su coche para abarrotar el transporte público. Eso, además, de ser una medida ecológica, podría hasta provocar verdaderas movilizaciones. Sería la catástrofe para los recursos económicos de la DGT y de los Ayuntamientos. Vaya, tal vez no de los Ayuntamientos (se podrían inventar un impuesto de uso del transporte público o cualquier “chorradilla” parecida), pero desde luego, quien sí sufriría serían los concesionarios de automóviles, que se convertirían en cementerios de coches. La gente se desharía del coche como de un clavo ardiendo. Los fabricantes de coches se verían obligados a largarse. El petróleo bajaría de precio. Y tal vez, por vez primera, el transporte público funcionase adecuadamente. Cuando la “independencia” y la “movilidad” cuestan tan caras, mucha gente prefiere renunciar a ellas. O no. ¿Y la Administración? Cuesta creer que renunciase a un negocio que para ella resulta tan rentable. Pero la presión de los ciudadanos hartos podría hacerlo posible. Quizá sólo sea cuestión de tiempo sentarse y esperar. Quién sabe.

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