"La actitud del director, el efecto que logra, me fueron revelados de manera inesperada a través de un vídeo de Danny Kaye con la Filarmónica de Nueva York. Al final, cuando han concluido las bromas y las chanzas, Kaye dirige un conjunto de pasajes clásicos de manera formal. Kaye es un individuo cómico, algo ridículo y errático. Observando la grabación, escuché atentamente. Me sorprendió. Porque exactamente así sonaba la Filarmónica de Nueva York: ligeramente ridícula y errática".
(Roger Vaughan, Herbert von Karajan. Javier Vergara editor, 1986, p. 37).
Prescindamos por un momento de que Zapo se parece a Mr. Bean al frente de la Filarmónica de Nueva York (o de la Orquesta Nacional de España, que nos pilla más cerca). Fijémonos en el concierto. Por votación popular (unida a un "accidente"), el director está subido en el podio y tiene que ejecutar una partitura que hubiera ejecutado otra persona de no haber sido por el accidente. Pero observemos con más atención al detalle.
El director tiene en el atril una partitura. Mueve los brazos haciendo como que dirige. Nadie parece darse cuenta, pero sus gestos no se corresponden con lo que está tocando la orquesta. Algo no marcha bien. O será que algún duende malvado ha hecho alguna travesura: él está dirigiendo el Adagietto de la Quinta de Mahler (lo que dice Guerra que escucha para parecer "intelectual") y, sin embargo, lo que suena en la orquesta es "otra" Quinta: la de Shostakovich. El director mira al concertino, preguntando qué pasa. El concertino le devuelve la mirada, como diciéndole: "No te preocupes, tú sigue moviendo los brazos. Estuvimos hablando con el sindicato y pactamos que sonara esto". Zapo recupera con resignación la compostura y sigue moviendo beatíficamente los brazos.
De pronto, a pesar de que el director ha intentado ponerles sordina, los metales trompetean una melodía muy agresiva. El director hace un gesto como diciendo: "No, no, no... Tóquenlo con pace ossia commodo e fluente". La orquesta, al parecer, no hace caso al director y se concentra en la partitura, como si alguien invisible los dirigiese. El director empieza a ponerse nervioso. La sección de percusión tiene los días contados. Ya hace muchos años que no tocan y sus instrumentos están apolillados. Los va a despedir a todos, ¡cabrones! ¿Quién los necesita? Todo este tiempo han estado conspirando contra él, así que ¡al carajo con la percusión! Cree que han sido ellos los que han dado el cambiazo. Es falso, naturalmente; pero como hay pocas obras en que se los necesite al completo, tienen mucho tiempo libre y por eso son sospechosos naturales. Además, en cuanto pueden hacen causa común con la sección de metal.
El promotor del concierto, en el palco, tiene cara de póquer aunque no puede disimular su disgusto. Este director que le recomendaron y al que contrató por cuatro perras no sabe hacer la O con un canuto. Y lo peor, lo que él creía que no iba a pasar, está pasando: el público también se está dando cuenta de que el director no sabe hacer la O con un canuto. Para el promotor eso significa que el director verá al día siguiente, si no a los pocos días, una gran cruz en su contrato y el recibo del finiquito, con cargo a las entradas, por supuesto. Encima que el director es un inepto, ¿va a pagarlo el promotor? ¡Ni hablar! En el interín está pensando en ajustarle las cuentas al "amigo" que le recomendó a ese director. Lástima que ese "amigo" esté cuidando de sus negocios en Venezuela, pero bueno, cuando vuelva ya se puede preparar.
El concierto ha terminado. Los últimos compases suenan hasta con eco. El director se seca la frente con la satisfacción de haber dirigido la obra hasta el final. Se da la vuelta y... ¡oh, sorpresa! La sala está vacía. Claro. Por eso reverberaron tanto esos últimos compases. Bueno, no totalmente vacía. Hay un señor en la fila ocho que aplaude muy entusiasta. Lleva turbante, chilaba y babuchas. El señor se acerca a él y le dice que tienen grandes planes juntos. Se lo va a llevar a Estambul.
Y cuanto más pronto, mejor.
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