Se ha escrito mucha tinta sobre el nacionalismo, particularmente sobre el vasco. Sobre éste hay un excelente libro, que ya he citado en algún otro post. Se trata de El bucle melancólico, de Jon Juaristi. Afortunadamente no es un libro difícil de encontrar (como sí lo es Sacra némesis, tal vez continuación de éste que estamos reseñando). En él se disecciona la anatomía del sentimiento nacionalista vasco con una precisión como creo que nadie antes lo ha hecho, sin perder la amenidad y haciéndose accesible a quienes, como un servidor, no somos vascos.
La intención o propósito (o «principio y fundamento», que diríamos en términos jesuíticos) se revela precisamente en el capítulo introductorio. Que no es otra que explicar la función repetitiva y actualizadora de la melancolía en el nacionalismo vasco. Transcribo unas líneas de esta introducción, que para mí contienen una de las ideas fuerza del ensayo:
«La melancolía nacionalista, como la melancolía imperial, es una variante derivada de la melancolía por la pérdida de la patria, pero hay una importante diferencia entre ambas. Al contrario que los afligidos por la pérdida del Imperio, los nacionalistas no lloran una pérdida real. La nación no preexiste al nacionalismo.»
Como bien menciona Juaristi, el nacionalista llora por algo que no ha perdido. O más exactamente, llora por algo que jamás podrá recuperar: Unamuno y sus compañeros de la generación de 1879, por el Bilbao anterior al asedio de los liberales durante la tercera guerra carlista; Sabino, por el jardín de Abando; Txillardegi, literalmente, por la casa del padre. La Patria, con mayúsculas, se convierte en una especie de sueño edénico. Lo cual, ampliando a Juaristi, ya no es un trasunto saturnino (melancolía), sino neptuniano (conexión a la fons et origo), con todas las implicaciones religiosas que ello comporta (la doctrina como religión, la autoinmolación por la patria soñada e incluso, como el propio Juaristi menciona en el ensayo, la cristificación o transferencia de sacralidad a la religión política que es el nacionalismo).
Qué duda cabe que es Sabino quien, a partir de la pérdida del jardín de Abando (su edén particular), desarrollará una fobia patológica primero hacia los maketos y el baile agarrao y posteriormente lo ampliará contra todo lo español. Aversión que irá creciendo con el paso de los años, entre las generaciones de nuevos nacionalistas, hasta llegar a los tiempos actuales, en los que se llega a justificar la «guerra contra España», la acción violenta, la ekintza.
Juaristi explica perfectamente cómo unos mitos y leyendas recogidos con intención de ser poco más que una guía de viaje contribuyen a la formación de la leyenda de una patria soñada (no real, recordémoslo); y de cómo esa ensoñación o mito, revestidos por el odio a la realidad de la invasión del Edén (el tránsito de una situación de plenitud a otra de derrota y sacrificio del héroe) se transmite de generación en generación, que queda así atrapada en la rueda del eterno retorno nacionalista. Vuelvo a citar a Juaristi en su introducción:
«La estrategia global del abertzalismo es victimista, y por ello tiende a evitar por todos los medios la invalidación del arquetipo narrativo, pero precisa actualizar continuamente los significantes del mismo para que la narración no devenga tediosa incluso para los aristócratas del masoquismo (tanto sufrimiento repetido termina siendo una murga). Así que cambia continuamente la forma del relato a fin de que el contenido se mantenga inmutable.»
Falta un último elemento, tal vez: las voces ancestrales. Esas voces que operan como cantos mitológicos de sirena y que nunca dejará de oír quien alguna vez estuvo expuesto a ellas. Juaristi se equipara así a Ulises, atado al palo mayor de su nave, oyendo dichos cantos de sirena, rabiando por desasirse y sabiendo, no obstante, que la única forma de no caer es seguir atado.
Otros no han tenido tanta suerte. Otros han sido inmergidos en ese océano de voces ancestrales y ya no han podido escapar de su embrujo, de tal manera que con el tiempo han actualizado el arquetipo nacionalista, convirtiéndolo en una extensión más de su persona. No hay nadie en casa: sólo esas voces ancestrales, que como los coros de la tragedia griega, exigen víctimas de sangre para reparar la pérdida de la patria (¿es muy aventurado equiparar a «la vieja que pasó llorando» con Hécate, la Vieja de la diosa lunar en tríada?). Sólo que, para variar, ahora no son ellos quienes se inmolan, sino los demás (masoquismo que deviene en sadismo, en una especie de extraña transmutación).
No quisiera alargarme más, sino únicamente recomendar la lectura de este libro a aquellos que quieran entender el cómo y el por qué del nacionalismo vasco. Es una lectura interesante para este verano.
Magnífica la reseña. Lo leí a principios de este año y tengo que confesar que me despejó muchas dudas. No deja de ser significativa esa referencia a la melancolía de la juventud vasca, que pone de relieve el carácter puramente sentimental, ahistórico y carente de toda lógica que es el nacionalismo. Se pone la nación como algo superior, no como una contingencia, y se vive por y para ella. Cuando quienes colocan en el altar a esa nación idealizada toman el poder, es obvio que no trabajarán por el bien de sus ciudadanos, sino por convertirlos a la religión nacionalista.
ResponderEliminarUno de los casos que más me llama la atención, y que muchos nacionalistas olvidan, es la llamada "evolución españolista" de Sabino Arana, que al salir de la cárcel pareció darse cuenta de que su pensamiento cerril y violento debía democratizarse y que lo más sensato era la autonomía, no la independencia. Claro que puede que aquella deriva sólo fuese una estrategia y no una transformación real. De lo que no cabe duda es de que el PNV, su gran legado, sigue anteponiendo la nación a la dignidad de las víctimas del terrorismo. Les importa que no los acusen de asesinos, pero el honor de los que ya han muerto les importa poco.
Un cordial saludo.
Samuel.